Ya era el último día. El último madrugón y la última paliza. Una parte de nosotros deseaba volver a Madrid y meterse de cabeza en un spa, pero la otra no habría dejado nunca esa ciudad.
No podíamos dejar Nueva York sin despedirnos de uno de sus principales iconos, la Estatua de la Libertad. Sí, otra vez. Bueno, siendo honestos, en realidad volvimos porque quería repetir las fotos que hice la primera vez, ya que el "monumento en cuestión" (como cantaba Mecano) se ve más de cerca a la ida que a la vuelta en el ferry gratuito del que ya os hablé en este post.
A diferencia del día anterior, que desayunamos en un buffet libre unas tortitas con el típico sirope de arce, entre otras cosas, aquella mañana decidimos coger un café y unos bollos en una corner shop y tomárnoslo en el metro. Igual vosotros os lo imaginabais, pero mi querido y amado novio no se paró a pensar que si deja un vaso de café encima de un asiento del metro es muy probable que se caiga y se derrame. Pues así fue, pero, en lugar de caerle encima a él, el karma decidió castigarme a mí con una bonita mancha de café en los vaqueros todo el día y con la consecuente sensación de haberme meado encima. Os podéis imaginar lo contenta que estaba. ¡Pero que no decaiga! Estás en Nueva York, nadie te conoce, así que intentas que nada te amargue. Además, para todo hay solución: el aire fresquito del paseo en ferry me sirvió de secador natural.
Me bajé del ferry con la sensación de haber perdido del tiempo, ya que las fotos salieron peor que las primeras. Así que me di por vencida y a la vuelta decidí disfrutar con los cinco sentidos de ese trayecto tan agradable.
Manhattan desde el ferry |
Habíamos pospuesto las compras que faltaban para el último día, así que fuimos a la tienda Levi's en Broadway, donde compramos algunos encargos para familiares y también para nosotros, claro. La decisión de ir ese día no fue otra que aprovechar los nuevos descuentos (nos lo chivó la dependienta el día anterior). Así que arrasamos un poco y nos paseamos por otras tiendas como Topshop, Converse, American Eagle y las típicas de souvenirs.
Fuimos pronto a casa para comer porque nuestro avión salía sobre las 7. A Jorge se le antojó pollo frito, así que pasamos a por uno de esos típicos cubos de las películas. ¡Estaba riquísimo! Después de ponernos como cerdos comiendo pollo (¿ein?) ultimamos la maleta, miramos que no nos dejábamos nada en el apartamento, dejamos las llaves en la mesa del comedor y cerramos la puerta.
En principio el plan era ir en taxi al aeropuerto pero era mejor idea ir en metro y ahorrarnos 60$. No era nada complicado, ya una vez que te haces con el metro está chupado (lo dice una que todavía no sabe como funciona). Nos bajamos en Howard Beach JFK Airport (Línea A), donde nos tocaba hacer un cambio de tren. Para ello había sacar un billete diferente pagando un suplemento. Nos costó un rato averiguar cómo sacarlo y el personal no proporcionaba mucha ayuda. De nuevo nos pasó que, a pesar de ser latinos y darse cuenta que éramos españoles, nos seguían hablando en inglés. Fue cuando pensamos que probablemente estarían obligados de algún modo a hacerlo así. Pero me parece fatal, ya lo digo.
Después de media hora intentando entender el mecanismo conseguimos coger el tren que nos dejó en la misma terminal. Allí, una masa ingente de personas hacían cola para el control. Es impresionante el movimiento que tiene ese aeropuerto a cualquier hora del día.
Después de la típica espera y de comprar (más) cositas de última hora, por fin subimos al avión. Nos tocó en la fila de tres asientos del medio, en la que no tienes ventana. Yo daba gracias porque al lado mío no se sentaba nadie, pero... llegó. Era un tipo de unos 30 y pocos, medianamente atractivo, bien vestido, con una maleta muy pro. En realidad, todo en él era muy pro. Se sienta, se acomoda, y saca de su bolsa un kit de viaje que consistía en: antifaz, tapones para los oídos, un libro con linternita y una mini petaca. Eso es lo que se llama ir bien preparado para un viaje de 8 horas. Jorge y yo lo apodamos como "el pro", vamos, se ganó toda nuestra admiración. A mitad de viaje, vivimos una de esas escenas que solo ves en las películas: "Por favor, ¿hay algún médico a bordo?". Imaginaos quién subió la mano. Sí, "el pro" era médico. ¡SI ES QUE TENÍA QUE SER ASÍ!
El viaje de vuelta fue bastante más horrible que el de ida, con un montón de turbulencias que me hicieron temer por mi vida. Pero estoy escribiendo esto así que todo salió bien.
Nada más bajar del avión tomé la decisión de que tenía que escribir este blog. No será para premio Bitácoras, pero espero que lo hayáis disfrutado tanto como yo he disfrutado escribiéndolo y recordando tan buenos momentos en Nueva York.
A pesar de sernos tan familiar porque la hemos visto en muchísimas películas y series, esta ciudad acaba sorprendiéndote. Es como decían, como un escenario continuo en el que tú eres el protagonista de tu propio guion. Mágico y con algo de superficial, lleno de diversidad, de típicas escenas en cada esquina. Es como pasear por dentro de una pantalla en 3D, pero ahí está, lo estás respirando, lo estás viviendo en carne y hueso.
Nueva York, la ciudad que nunca duerme y en la que (dicen) todo puede ser. Como cantaba Sinatra, "if I can make it there I can make it anywhere".
Hasta pronto, bonita.